(En el libro "SIETE TRATADOS", Don Juan Montalvo se
describe a sí mismo sus rasgos externos, de una manera peculiar, entre seria y
jocosa. Entre algunos personajes, menciona a quien desarrolló la vacuna de la
viruela (Edward Jenner), ya que esta enfermedad, en su niñez,hizo estragos en
el rostro de este ejemplar hombre. A continuación, un fragmento de su escrito).
Puesto
que nunca me han de ver la mayor parte de los que lean este libro, yo debería
estarme calladito en orden a mis deméritos corporales; pero esta comezón del
egotismo que ha vuelto célebre a ese viejo gascón llamado Montaigne y la conveniencia de ofrecer algunos
toques de mi fisonomía, por si acaso
quiere hacer mi copia algún artista de mal gusto, me pone en el artículo de
decir francamente que mi cara no es para ir a mostrarla en Nueva York, aunque,
en mi concepto, no soy zambo ni mulato. Fue mi padre inglés por la blancura,
español por la gallardía de su persona física y moral. Mi madre, de buena raza,
señora de altas prendas. Pero, quien hadas malas tiene en cuna, o las pierde
tarde o nunca. Yo venero a Eduardo Jenner y no puedo quejarme de que hubiese
venido tarde al mundo ese benefactor del género humano; no es a culpa suya si
la vacuna, por pasada, o porque el virus infernal hubiese hecho ya acto
posesivo de mis venas, no produjo efecto ni chico ni grande. Esas brujas
invisibles, Circes asquerosas que convierten a los hombres en monstruos, me
echaron a devorar a sus canes; y dando gracias a Dios salí con vista e
inteligencia de esa negra batalla, lo demás, todo se fue anticipadamente, para
advertirme quizá que no olvidase mis despojos y fuese luego a buscarlos en la
deliciosa posesión que llamamos sepultura. ¡Deteneos! Oh no, no vayáis a
discurrir que puedo entrar en docena con Scarron y Mirabeau. Gracias al cielo y
a mi madre, no quedé ciego, ni tuerto, ni remellado, ni picoso hasta no más y
quizá por esto he perdido el ser un Milton, o un Camoens, o la mayor cabeza de
Francia; pero el adorado blancor de la niñez, la disolución de rosas que corría
debajo de la epidermis aterciopelada, se fueron, ¡ay! se fueron; y harta falta
me han hecho en mil trances de la vida. Desollado como un San Bartolomé, con
esa piel ternísima, en la cual pudiera haberse impreso la sombra de un ave que
pasara sobre mí, salga usted a devorar el sol en los arenales abrasados de esa
como Libia que está ardiendo debajo de la línea equinoccial. No sería tarde
para ser bello; mas esas virtudes del cuerpo ¿en dónde? prescritas son y yo no
sé cómo suplirlas. Consolémonos, oh hermanos en Esopo, con que no somos fruta
de la horca y con que, a despecho de nuestra anti gentileza, no hemos sido tan
cortos de ventura que no hayamos hecho verter lágrimas y perder juicios en este
mundo loco, donde los bonitos se suelen quedar con un palmo de narices,
mientras los pícaros feos no acaban de hartarse de felicidad. Esopo he dicho;
tuvo él acaso la estatura excelsa con la cual ando yo prevaleciendo? Esta
cabeza que es una continua explosión de enormes anillos de azabache? estos ojos
que se van como balas negras al corazón de mis enemigos y como globos de fuego
celeste al de las mujeres amadas? Esta barba…Aquí te quiero ver escopeta. Dios
en sus inescrutables designios dijo: A este nada le gusta más que la barba;
pues ha de vivir y morir sin ella; conténtese con lo que he dado y no se ahorre
las gracias debidas a tan espontáneos favores. Gracias, eternamente os sean
dadas, Señor. Si para vivir y morir, hombre de bien; si para ayudar a mis
semejantes con mis escasas luces fuera necesario perder la cabellera, aquí la
tendríais, aquí; y mirad que no es la de Absalón el hermoso traidor.
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